Si me preguntan a mí..

Es una bonita frase que encierra alguna que otra demagogia, alguna que otra filosofía “barata” y algún que otro sueño. Pero tras estas, aparentemente, sencillas palabras se esconde un drama mucho peor, para los casos en los que el paradigma no se cumple. Habrá que definir lo que es “justo”. Y al respecto ya ha habido civilizaciones enteras que se han destruido entre sí, o respecto a otras, por el mero hecho de creer estar en posesión de la piedra filosofal que responda a ello. Unos cuantos, hace unos doscientos años, llegaron a la conclusión de que “lo justo” debía equivaler a “mayoritario”. Es una buena forma de solucionar el problema del desconocimiento de lo que es o no justo, pero lógicamente está lejos de ser la panacea. Sería como viajar a una ciudad con el mapa de otra, y cuando nos damos cuenta, cambiarle el nombre al mapa.
Pues bien, eso es precisamente lo que sucede de forma casi generalizada con las normas que últimamente estamos viendo salir a la luz. La sociedad se encuentra muy dividida en cuanto a cuales han sido o deben ser los criterios que justifiquen uno u otro orden, una u otra ley. En ocasiones –que son cada vez más— lo que vemos es que ni el propio poder que impuso la norma está convencido de ella, o bien no sabe muy bien dónde o como encajarla en su sistema de otras normas. Tenemos un buen ejemplo con la normativa forzosamente improvisada a base de las circunstancias que azotan a medio mundo (pues decir que atañen al mundo entero es ya erróneo, al menos si partimos de la base poblacional) y, claro está, me refiero a la pandemia de ese bicho creado o no, pero sin duda existente.
Vemos que nuestro país se ha fragmentado territorialmente, volviendo al provincianismo, incluso dentro de cada autonomía. Encerrados en nuestras provincias, por semanas, meses y como mejor de las opciones ante el encierro en casa, contemplamos estupefactos cómo la general prohibición de “entrada y salida” a nuestra provincia o comunidad, se ve interpelada por visitas procedentes de todo el mundo, si, incluyendo ese otro medio mundo afectado, como nosotros, por este “castigo” microbiológico. Y no me refiero, claro está, a las muchas y justificadas excepciones que son tasadas, lógicas e incluso absolutamente necesarias para la supervivencia de la norma misma. No, me refiero a los viajes que emprenden generalmente jóvenes bien avenidos cuyos padres están al borde del desconcierto, al borde de la supervivencia de sus largamente construidas empresas, quienes vienen y van, ya sea en tren, avión o -como ya es moda- autocaravana. Jóvenes que se instalan literalmente, con sus completas viviendas rodantes, en los parques playeros que se nos ha vedado visitar, por el mero hecho de estar en otra provincia, o en el pueblo de al lado. Jóvenes “youtubers” o “influencers” que colocan sus vídeos o historias, mostrando a todo el mundo la suerte que tienen porque no tienen que compartir playa, no tienen que compartir mar, o no tienen que compartir parking con los foráneos –su suerte en definitiva, de no vivir en el pueblo de al lado, sino proceder de otro país. Por no contar aquellos cuya única suerte está ligada a la práctica de un deporte cuyas instalaciones son negocios lucrativos de empresas parcialmente ocupadas por cargos también públicos, y no meros mares o playas, patrimonio de la humanidad.
No hay norma que se mantenga, cuando hay negocio que la contradiga. Es así de simple. Ni justicia, ni equidad, ni mayorías, ni consenso…. El negocio manda sobre la Ley. El principio de igualdad ante la Ley se rompe, quiebra irremediablemente, cuando la norma se redacta y se impone sin congruencia -por muy necesaria que parezca-, cuando es sometido a las torsiones del dinero. Y las justificaciones se contorsionan, válgame la expresión, cuando alguien pone en duda su equilibrio. Cierto es que, mientras que cualquier profesional -médico, arquitecto o gestor por poner ejemplos- pagará con su libertad cualquier error cometido en el ejercicio de su profesión, el político -que se supone es también un profesional- estará exento de toda otra responsabilidad salvo la “política” -y que me expliquen en qué consiste eso- por lanzar al mundo una norma sin encaje, sin engranaje -lo cual prueba, casi matemáticamente, la inexacta y desigual aplicación, cuyas consecuencias, por muy bienintencionadas que sean, están aún por ver en muchos otros ámbitos. Sería lo suyo, que la constatación -a través de dicha desigual aplicación- fuera suficiente para exigir igual grado de responsabilidad profesional que se pide al arquitecto que ha diseñado mal un escalón o una bajante. Estamos lejos de ello, ciertamente, pero para ello tenemos la suerte de podernos expresar, como espero haber hecho aquí, con la loable intención de que algún día no solo se nos pinten las leyes como los marcadores de la justicia, sino que seamos todos capaces de ver la justicia en ellas y mantener la paz a través de las mismas.