Si me preguntan a mí..

No me lo digan, vale dinero. Estoy seguro. Pueden elegir lo que quieran. Abran un libro, busquen alguna palabra, algún sustantivo, y lo verán. Vale dinero. Al menos hoy. No era siempre así. El agua -por poner un ejemplo- una vez brotó de numerosos manantiales -cada familia tenía su fuente predilecta- y toda la estirpe en un seiscientos iba los domingos a por el agua de medio mes. Incluso para el radiador del utilitario. Hoy observo a ciudadanos con dos botellas de seis litros, una en cada mano, vaciando estantes que si reventasen, causarían una inundación en nuestra metrópolis. Y les veré pasado mañana de nuevo con otras dos. Hemos pasado de la fuente, al supermercado.
Sí que hemos aprendido. La necesidad de fletar un vehículo para ir a nuestro pozo o manantial familiar es cosa del pasado. Ahora somos ahorradores, en emisiones de carbono; y sabemos reciclar las botellas que recogen el imprescindible elemento, que ahora compramos a multinacionales, cuyas Fundaciones nos enseñan que ‘cuidar el medio ambiente es imprescindible’. Cada cuatro botellas son un kilómetro ahorrado –lo he aprendido en la última charla online. Las acequias y los manantiales sirven para decorar paraísos regulados y ‘seguros’ que ahora visitamos -previo pago de una entrada- en nuestros vehículos SUV, mucho mas grandes que aquel seiscientos. Nuestros niños, detrás, durmiendo la merecida siesta. ¡Son tantas las actividades extraescolares que exigimos a nuestra infancia! Y no, no es el vehículo con el que entre semana llevamos a nuestros churumbeles a terapia, por su carácter esparcido, hiperactivo, y deficitario de atención. Para parar en segunda fila, mejor el pequeño y eléctrico, ecológico y capaz, super-ágil remake de aquel vehículo vintage que nunca pude comprarme. Pues es importante poder llegar, infalible pero a deshoras, a las farmacias, que despachan los ansiolíticos infantiles prescritos por altamente cualificados y especializados profesionales, que han olvidado recetar el juego.
Imagínese al terapeuta infantil recetarle … ¡Eso! Tendría que pedir perdón al vecino, porque su hijo –presuntamente—ha cabreado al perro que ahora ladra desmesurado en su barrio, en el que sólo el jardinero tiene licencia para hacer ruido con su cortadora a motor gasolina. Porque nuestros jardines comunitarios precisan de mucha atención. Los rododendros de ahora no son lo que eran, salvajes. Son cuidados con mimo y certificación de la UE, por profesionales, sin uso de otros pesticidas que los que ahora precisamente, y tras rigurosos ensayos, se autorizan. Así, nuestros hijos podrán “disfrutarlos” con total seguridad. Y mis suegros verán que soy un buen yerno o una buena nuera (según mi suegro sea hombre o mujer). Cuando pienso en mi abuelo, paseando por el jardín, con su tijera y unos pantalones de peto, ahuyentando a las moscas con la mano y yo detrás, probando de cada planta, de cada insecto, pienso en los peligros; los riesgos que debimos de correr -aún no sé cómo hemos podido sobrevivir sin que nos enviasen un sms convocando al próximo aleccionamiento social. Y, por cierto, nunca me planteé si mi abuelo se sentía hombre, o mujer. Hemos perdido así a muchos cirujanos por el camino de nuestra temeraria historia.
Menos mal que tenemos quién nos cuide las playas, nuestras playas. Acumulaciones de arenas que han llevado grandes camiones durante semanas, han corregido los efectos del último temporal. De levante. Sí, esta vez fue de levante. El año pasado fue de poniente y toda esa arena que ahora está desaparecida hacia lo que hoy es sotavento, es la que el año pasado tuvieron que mover los camiones y algún barco, por estar entonces, también, a sotavento –que hoy es barlovento-. Qué locura. Esta ‘maldita naturaleza’ que no podemos dominar, nos va a enloquecer. Y tenemos que dominarla; para cuidarla, por supuesto. Me lo han dicho, en blanco y negro, en una charla entre mi deportista favorito y el directivo de un gran banco. Y ellos sí que saben. No debemos confiar en ella para que el mismo equilibrio costero que ha existido desde antes de la aparición del homo sapiens, se mantenga a base de, “únicamente”, meros ciclos. Sería arriesgado. Protejámoslo todo con la imperfección humana que nos caracteriza. Y coloquemos grandes carteles para recordarnos lo que podemos y lo que no podemos hacer y ‘cómo ha de usarse ésta playa’. A la amenaza de multa ya nos hemos acostumbrado. Digamos que ha pasado a ser un simple peaje para disfrutar de nuestra libertad. Sí, aquella que antaño era gratis.