Si me preguntan a mí…
Hay pueblos, hay ciudades, en las que caminar bajo la lluvia es todo un gozo. Entre estas ciudades no se encuentra Marbella. Veamos, Marbella es una hermosa ciudad colmada ahora de aflorados jardines, coloridos por fases y a ratos, con los galanteos poco ingeniosos pero seguro caros de lo que yo diría que está hecho ‘con pétalos, pero sin amor’. Caminar entre los jardines públicos ahora está mas dado al turismo de la ingeniería –que existe y es buen turismo, créanme-, que al turismo de ocio, residencial e interesado por darse uno de esos andaluces paseos envuelto en aroma de azahar del que tantos y tantos poetas han escrito.
No está dado tampoco al friki de la jardinería, ni al amante de la botánica, porque –y eso me lo ha confesado así mas de un experto—el sufrimiento de las plantas ‘puede ser escuchado’. La obra horizontal, pero no por ello menos monumental, de los tubos de riego en nuestra ciudad, visibles como si revirtiéramos a los valores del Art-Nouveau, esmeradamente dispuestos para gozo y admiración del turista, del residente, el marbellí y el marbellero –sin las distinciones que tanto irritan hoy- es ciertamente una conquista a la logística urbana. No es concebible cómo tantos kilómetros de tubo de riego han llegado a parar a espacios a veces tan escuálidos de rosaleda. Solo una acción de verdadera ingeniería social, política y constructiva ha podido colocar los kilométricos tubos de riego entre las exedras de nuestra ciudad, sin que nadie haya podido aún percatarse, ni haya sido anunciado ya en rueda de prensa, que a punto debemos de estar de entrar en el libro Guinness de los récords. Si, lo afirmo casi sin miedo a equivocarme: Marbella debe de estar albergando la manguera de riego más larga del mundo. Estoy seguro también de que pronto tendremos estudiantes de ingeniería agrónoma y algún que otro forofo de las obras hidráulicas romanas, visitando nuestra ahora no ya solo multicultural sino también multifloral ciudad, para aprender cómo se gestiona el riego y cómo se resuelven los seguramente incontables puntos de conexión para el suministro del escaso y valioso elemento natural, agua.
Otras ciudades tienen canales, otras ciudades tienen acueductos, pero Marbella tiene una enorme y distribuida manguera de indestructible plástico. Está hecha, como pueden comprobar, para durar y para darnos el gozo de varias generaciones de efímeras florecitas, a plantar según hagan acopio los gestores de nuestro peculio, en interés de una embellecida ciudad y siguiendo las pautas de la rotación. Dos partes en barbecho, yermo pero enriqueciéndose, dos partes floreciendo. Estoy seguro de que en breve podré admirar, también como romántico y amante de una naturaleza libre del gravamen de la injerencia humana, algún que otro informe, algún que otro folleto y, sobre todo, alguna espectacular fotografía del fotógrafo de plantilla municipal, que me muestre lo bien que todo está hecho. No, no es propaganda.
Pero ahí no termina la marbellera arquitectura hidráulica. Si no me creen, visítenla un día de lluvia. Sí, un paseo por Marbella en vísperas de lluvia equivale a vivencias olvidadas pero no por ello menos irritantes. Recuerdos postergados de saltos en los charcos que tanto irritaban a nuestras madres. El arte hidráulico marbellí alcanza sus máximas cotas cuando llueve. Las losas de sus avenidas y paseos, en especial aquellas de mayor tránsito, han sido dispuestas con aparente animus iocandi para que el paseante, o el mero viandante, disfrute de sus recuerdos más íntimos e infantiles empapándose desde abajo con los caprichosos pero divertidos chapoteos que la mecánica básica de una losa sin sujeción permite. Es una alegría que recomendaría a cualquier visitante a nuestra ciudad, y una actividad complementaria al disfrute de la ingeniería arriba insinuada, que se puede realizar en esos días en los que contemplar la solución a una siempre amenazante y potencial sequía, no es posible porque como diría alguien “llueve sobre mojado”. Y cierto que son escasos esos días, como escaso es aún el turismo de aguacero. Pero ahí queda dicho. Puede que ese turismo, un día nos salve del siguiente socavón económico.
A veces –en especial cuando llueve- pienso que es una pena no ser turista en mi ciudad todos los días, y tener que transitar como si anduviésemos jugando la ‘rayuela’, ‘la tella’ o ‘la pita’ –según de dónde vengamos- cuando necesariamente y por ejemplo convocados por alguna cita inaplazable, debemos de trasladarnos por el exterior en esos días de precipitación. Porque –como con la comida- al trabajar no es menester jugar y porque no es de recibo llegar a la cita ante ‘la autoridad’ dando la impresión de que hemos estado aprovechado el camino para chapalear despreocupados, lo cual sería, por supuesto toda una osadía. Porque sería irrespetuoso con esa nuestra administración pública, tan apesadumbrada siempre por nuestro bienestar y ante la cual debemos siempre guardar el debido decoro y humildad.