Si me preguntan a mí…
Los tiburones son animales tremendamente peligrosos. Así nos lo ha enseñado el cine de Steven Spielberg en los años 70. Aún hoy doy gracias a Dios de que no se le ocurriera producir la película con los entonces cinematográficamente menos atractivos Rottweiler, cuyas mandíbulas –por lo que respecta a potencial ferocidad y fuerza desgarradora de miembros humanos—son comparables a las del tiburón. Es comprensible que la industria del cine no se ofreciera presta, dos décadas después, a mostrar las imágenes de aquel observador sudafricano que acabó nadando lúdicamente con el gran tiburón blanco, tal como hoy jugamos con Pit-Bulls o American Staffords, o con nuestro caniche. Habría restado negocio y hubiera dejado a aquel director a la altura de la más flagrante ignorancia. Y así, entretanto, permitió a Tom Hanks co-protagonizar con “Hooch” –un enorme Dogo— aquella entrañable película “socios y sabuesos”, que demostraría –antes de que lo hiciera Johnny Depp en las redes sociales—lo importante que es nuestro nivel de conocimiento en la consagración al peligro.
En el gran acuario de Osaka, en Japón, hay todo un ala dedicada al ‘acariciado’ de los temidos escualos, que conviven con las también atemorizadoras rayas eléctricas, y se acercan a la orilla de los estanques a pedir mimo a unos niños perplejos ante las muestras de cariño de los cartilaginosos y aleteantes amiguitos. A su lado, unos turistas norteamericanos se hacen selfies, gesticulando artificialmente, convencidos de sus dotes actorales, y tratando de influir en la perspectiva, para que quede bien patente “el peligro” que están corriendo. Y mi perro teme al aspirador.
La opinión general, hoy en día, sigue siendo que los aspiradores no son peligrosos, que a los peces grandes es mejor evitarlos y que el perro es el mejor amigo del hombre. Y así, mientras escribo estas líneas, aproximadamente once mil tiburones (sí, a la hora) en todo el mundo son asesinados de la forma más brutal. Cien millones (100.000.000) al año dejan de surcar y de cuidar nuestros mares, en base a la falaz creencia de que es posiblemente el animal más peligroso del mundo. Y eso que apenas una docena de personas muere al año, por los ataques de dichos pobladores del planeta, y mientras que la aspiradora se ha convertido en un nuevo arma homicida gracias al “reto del vacuum challenge”. El denominador común: la imbecilidad del ser humano. En efecto, el término “imbécil” que ya se acuñó con efectos y significado jurídico en la antigua Roma -el imbecillis- define por lo general los errores de la humanidad. Incapaz de manejarse en su mundo sin un bastón en el que apoyarse, halla en su limitado universo la solución más adecuada a su escaso instrumental, improvisando su supervivencia y asegurando su extinción. O como derivaría de lo que alguien dijo, ‘si solo tienes un martillo, todos los remedios tendrán clavos’. Y a más civilizada la justificación, más insultante se mostrará a toro pasado. En la Edad Media la medicina nos aseveraba que un corte en las partes blandas de los pies moderaba la fiebre, y las ordalías hacían prueba de que ‘la bruja’ era culpable. La hoguera purificaba la ‘errónea concepción de que la tierra es redonda’. Y la peste se resolvió con la expulsión de toda una población. Justicia administrada por ilustres autoridades bien asesoradas por “comités científicos”. La manipulación arrogante de la ciencia no tiene límites.
“La ciencia” es –no siempre, pero frecuentemente y sobre todo cuando se la usa—la causa, no el desenlace de los problemas, cuando se trata de comprimir una solución desde la imbecilidad impuesta por encantadores de serpientes cuya única proeza ha sido rodearse de un estadista, o de cualquier otro oficio que –desde su perspectiva— pueda convencer con argumentos sectoriales. Todos sabemos a lo que me refiero. El individuo que lee esto no es un imbécil y sabe a qué me refiero. Por supuesto: Que dos mas dos no son siempre cuatro. No en matemáticas. Las matemáticas son una ciencia exacta capaz de demostrar ‘exactamente’ lo que quiere, utilizando para ello las reglas digeribles por nuestro limitado cerebro. “Matemáticas” es explicar con dos palabras el significado de una tercera que no sabemos pronunciar. Y usar dicha explicación para crear una nueva palabra. Un artificio que funciona mientras exista el hecho que la nueva palabra define. La palabra no es el hecho, ni la creación matemática lo hace existir.
Para abreviar: Da igual si por causa de la peste, o para evitar los festines que seguro ‘ahora mismo’ pudiera estar dándose algún tiburón en las islas Reunión con uno de los dos casos anuales; a todos en algún momento se nos pregunta si deseamos ir a participar a la procesión. Se nos dice ‘todos están de acuerdo en que así volverá a llover’. Ante semejante y contundente argumento, no hay quien se resista, y menos aún las masas. Y de su rebelión escribió nuestro Ortega y Gasset, quien vuelve a asomar de nuevo, esta vez por redes sociales –vaya paradoja—ahora que nos habíamos acostumbrado a las creaciones rítmicas de Daddy Yankee y resignado a los discursos de Trump. Menos mal. La arenga del poder va tornando ahora su nuevo y preposicional sacrificio, antaño el de renunciar a Utopía, antaño el de amurallar desde o ante la Estrella Roja (por, si, según, para…); va difuminando los ejes y borrando los contornos reconocibles para colocar su solución dialéctica, oponible, separadora, antagónica, contrapuesta, con la misma convicción con la que los vikingos sostenían la eficacia de sus ritos. Alguna cultura indígena amazónica ahora mismo está exhalando el humo de un cigarro hallado en la chaqueta de un explorador aniquilado por una tribu caníbal, sobre la caja negra de un avión malogrado –le falló el ‘windows‘ del infalible Bill Gates que tanto contribuye hoy a entender nuestro mundo—.
En definitiva, vayamos preparando una nueva estrella. Ustedes saben a lo que me estoy refiriendo. Porque ustedes, como yo, vemos el futuro.