Si me preguntan a mí…

El fascinante juego de los números nos convence. Estimula nuestras metas. Ya no son los binomios; no, solo números. Uno a nueve. Y para que salgan las cuentas, el cero. Nada mas. Eso hace prueba. Y si colocamos esos garabatos intrínsecamente insignificantes en un eje, la tendremos: la nueva rueda, la nueva religión, el nuevo fuego. Nuestra realidad.
Ahora, las estadísticas imponen el diario que hacer y la forma de relacionarnos con nuestro entorno. Nuestras convicciones han cambiado el agotador raciocinio por el colorido gráfico y la inspiradora curva. Rezamos a la estadística, planificamos en base a la fuerza de las coordenadas. Soy, porque estoy reflejado ahí, en los cálculos infalibles de alguien mucho más listo que yo, el gran oráculo digital.
Los sujetos –antiguamente llamados personas- se miran al espejo, pero ya no se reconocen sin completar su particular recuento de comparativas, tal cual les enseñaron desde sus cunas empíricas de la sociedad de hechos. Porque son hechos lo que desean, y nada mejor que un buen puñado de nomenclaturas y cuadrículas para hacerles sentirse cerca de ellos. Algo palpable en que creer. No una simple afirmación ególatra de alguien que asegura que algo está bien, o mal; una mera apreciación subjetiva y sesgada por el invisible afán de satisfacer únicamente necesidades propias. El sujeto sabrá donde está: a un lado u otro del trazo. Asignado ahí por la magia de las ecuaciones, sin que tenga que decidir; fácil de entender.
Es evolución –nada de control, nada de teorías conspiradoras, de influencia, lavado de cerebro ni imposición—. Antaño lo que no tenía foto no existía; en el reciente hoy –casi un pasado—lo que no tiene redes sociales no está en el mundo. Y en el siglo XX, si no tenías, no eras (tengo, luego existo, decían). Ahora, si no estás dentro de las variables, no estás ahí. Es un elegante cambio de lenguaje que nos vende el sabernos en lo cierto.
Así, sea lo que fuere de entre nuestra imprescindible fisicidad, nuestro estado de ansiedad –motor de la moderna economía—estará garantizado gracias a que la inexistente mano invisible nos ha aleccionado a no entender nada sin acompañarlo de la imprescindible tabla comparativa, de nuestro medidor de felicidad, ajustado a cien, que reseteamos según convenga a la industria de las zanahorias –disculpen que ponga el ejemplo del burro. Así es; no me como un mollete de Antequera, sino que ingiero el 3% de hidratos de carbono. Me siento pobre y desnutrido, aún cuando lo unto en el 2% de lípidos –nuestro exquisito aceite de oliva, que representa casi el 50% de la producción mundial de aceite. Y si con el tomate de la huerta de mi abuela no he cubierto aún el 2,3% de la necesaria ingesta de minerales, es que soy un verdadero fracaso al sistema público y privado de salud, que me hace contar mis pasos para hacerme consciente de que la vida sedentaria, que afecta aproximadamente al 42% de la población, es mala, porque queremos un 100% de gente sana, y eso que con ello pudieran caer un 75% los ingresos por hospitalización, y con ello el 90% de los beneficios para las Compañías participadas al 80% con capital extranjero. Y porque monsanto ha cuidado de nosotros, en su esfuerzo al 100% de contribuir al crecimiento saludable de nuestras plantas, ahora invadidas en solo un 3% por especies invasoras, amenazantes como el 0,002% de la terrible enfermedad que hace un año encerró al 100% de la población en sus viviendas, pagadas al 35% con hipotecas al interés del 3% que fue posible pagar con el 2% de ayudas que llegaron a la población a través de los servicios esenciales que se esforzaron un 150% para que no nos muriéramos de hambre. Cosa que fue aplaudida por el 99% de la población desde los balcones y parterres de la ciudad, que consumió en esas fechas un 120% más de pipas de calabaza chinas empaquetadas en plástico 100% reciclable. Una extraña forma de definir un plástico. Pero suena bien y por ello se seguirán usando esos envases, y de ese plástico.
En fin, la medición constante de nuestras constantes vitales, nuestra composición química, nos ha permitido dar la espalda a religiones y filosofías y ahora estamos ya preparados para –en nuestra científica y exuberante inteligencia—dar vida a leyes basadas únicamente en estadísticas. Que aplicaremos en base a medidores porcentuales cuando toque. Un juego peligroso. Vaya a pasarnos como a aquel economista, que pasó unos días de recreo en el campo en su furgo-camperizada, asombrado porque el mundo existía sin él y sin sus imprescindibles baremos de medición macroeconómica. Y que al final tuvo que devolver la cabra que había creído ganar al pastor en su apuesta por acertar en el número de ‘ovejas’ de su rebaño. ‘Son cabras’, le dijo el pastor. ‘Le convendría, antes de ponerse a contar, informarse de lo que da la naturaleza’.