Si me preguntan a mí…
Ahora que la abstracción de mi comunicación se desarrollaba in crescendo, aparece un tema tan concreto como las postrimerías caninas a las que me niego a acostumbrarme. Tan concreto que ‘voy al grano’. Sé que por parte de una fracción de la ciudadanía, el nivel de tolerancia a los restos biológicos dejados por los queridos amigos de cuatro patas, aún es alto. Pero yo abogo por la tolerancia cero. Es sin duda un tema complicado. Soy consciente de que el uso de un lenguaje ‘potable’ es limitado cuando se trata de describir la experiencia que supone encontrarse por ahí, a lo largo de un plácido paseo, con las excreciones dejadas al abandono, a su suerte, y a la de los usuarios de la vía pública. Un problema que algunos ciudadanos sufrimos ‘en silencio’. Como si fuera la demostración de que sin un término claro, no hay tampoco forma de erradicar lo que se sabe que no está bien. El fenómeno de la dificultad para extirpar lo execrable no es nuevo. Y de ello se valen los viles y brutales, los irreverentes e indeseables, los perniciosos, los bestias y los malnacidos. Sucedía en la sociedad. No se sabía pronunciar ciertas conductas, porque faltaba quien lo escuchase. Y si alguien lo escuchaba, había excusas, justificaciones -una de ellas: ‘no se puede controlar’-. Todo por no decirlo de una vez, como finalmente sucedió: tolerancia cero. Hoy no hay duda. El maltrato es maltrato y se define. Y se persigue, y se expulsa de cualquier permisividad. Por fin.
Ahora mal, parece que andamos lejos de erradicar el mojón perruno, el flan, la torta, los buñuelos, el fladen escatológico de nuestras calles. Y es posible que sea por la educación de quienes quieren expresarlo, pero no pueden, porque temen caer en el lenguaje gráfico, en el asco propio y en la vergüenza ajena. Enmudece el que pisa el signo del desecho de la tolerancia humana. Ciertamente, salvo el ya común y comúnmente utilizado emoticono con forma de mojón y del que desconozco su definición emotivo- icónica, parece que se hace imperativo sacar el tema, ya de una vez, y esperamos que de una vez por todas. Para no repetir, ya saben; para no tener que volver a centrarse en hediondos restos biológicos que por muy biodegradables que sean, no son ni abono para las ansiadas plantas de los parques, ni fertilizante para nuestras castañueleantes aceras.
Ya sé que en este punto puede venir (ahí va la primera excusa) eso de que “los malos parecen muchos por el ruido que hacen” -ciertamente podemos estar seguros de que aún la mayor parte de los propietarios de perros cumplen y hacen cumplir (a su can) no solo las ordenanzas, sino la más básica regla, conocida en realidad por todos y desde tiempos ancestrales. Ni los puercos defecan donde comen -si no fuese porque se les tiene encerrados-. Pero parece que algunos tipos duros aún no se han enterado de que viven en una ciudad y de que es menester considerarla la base de la que comen. Les veo decir eso de que ‘quiero a mi perro como a un hijo’, pero no veo a sus hijos esparciendo sus boñigas por ahí. Les veo teclear en su moderno smartphone -o lo aparentan-, mirando hacia el perfecto mundo digital mientras abandonan a su generalmente bien dimensionado chucho para campar a sus anchas por los jardines del vecino. Porque son del vecino, también, los jardines públicos, oiga. Se llama ir a cagar a casa del vecino, aunque lo llaman ‘pasear al perro’. Se llama dejadez de funciones que no se permitiría respecto a un hijo o cualquier otro ser, por pura vergüenza ajena. Pero esos tipos duros no la tienen. Ni la propia, ni la ajena. Dejarían corretear a sus retoños cagando de esquina en esquina, si por responsabilidad fuese. Porque les quieren como a su precioso pura-raza, al que otros conciudadanos deben insultar y despreciar por pura omisión de su irresponsable, incivilizado, incauto y maleducado dueño. Un tipo que además de duro es de una ignorancia superlativa, cuando desconoce la máxima de la ley punitiva que considera que si un perro muerde, es como si mordiera su dueño. Ya está dicho: omisión. Comisión por omisión. El tipo duro que deja despiadadamente las deyecciones comete la gran cagada, personalmente, como si se sentase en el parque, se bajara los calvin klein y se dispusiera a liberar sus entrañas de su ‘éschatos”, para sufrimiento de señoras y señores que han de pasar al lado de la pestilente obra del indeseable co-usuario de la vía pública y del parque ajeno. Y si han hecho el experimento de advertir al ‘artista’, podrán degustar un nuevo menú de escalofriantes adjetivos tan descalificativos como rebosantes de sucia verborrea.
Tolerancia cero. Eso es lo que digo. Como al maltratador. Porque es maltrato ambiental, a los conciudadanos, pretender que cohabiten con los malolientes buñuelos de un inocente animal. Porque esos sí, ellos sí son inocentes. Para eso está precisamente su dueño.
En fin, soluciones hay, si se quiere. Si se entiende. Si se escucha. Si se desea terminar con algo que no tiene ya cabida en nuestras ciudades modernas. Quizás una expropiación in situ o poner guardias como aquellos que han conseguido terminar con los aparcamientos incivilizados. Multas, pero impuestas, no meramente anunciadas. Mensajes hay para dejar claro al titular de un dulce animalito que no es cortesía lo que se le pide para que elimine las defecaciones de su primitiva lógica y de su de su titularidad animal, sino que recae sobre él una responsabilidad jurídica de cuyo cumplimiento debería encargarse con toda su gravedad la potestad punitiva de la, hasta ahora ausente, autoridad.
En efecto, debiéramos pensar ya seriamente en atajar este problema general y generalizado que salpica nuestras ajardinadas calles, nuestras áreas de esparcimiento y convierte en campo de minas cualquier zona común. Como digo, son temas difíciles, pero que tienen solución. Solo es necesario armarse de valor y decirlo: tolerancia cero con los dueños que dejan abandonados los excrementos de su mascota. Multa, comprobación y control, como exigencia y derecho de los ciudadanos -tengamos o no su compañía-.