Si me preguntan a mí…
Triste es la verdad, lo que no tiene remedio. Pero añado yo, sigue siendo triste. Y esa frase no oculta nada de lo que ya sabemos hoy, pero que a vista de actualidad, es obsoleto. Sí, hay dos cosas seguras: la muerte y los impuestos. Pero lo que no se sabía al dar impronta a esta manida frase, es que hay otra cosa indefectible, segura como la mano del general de turno imponiendo orden: el político mandamás inspirado por ideas televisivas de muestra y de estereotipo. Ya ni siquiera innova. La prohibición es tan antigua como la humanidad. Es más antigua que el oficio de abogado, creado a partir del negocio de defender ante el poder irracional. Y disculpen que lo diga así, pero irracional es, si tiene defensa. Y la prueba de que la tiene es la propia constatación de su existencia.
Todo es defendible. Hasta las ideas absurdas y las meras imposiciones de corte ignorante por colectivo que sea. Mil personajes en un hemiciclo no hacen una verdad. No. Hacen una ley, una norma. Hoy, en sesión ministerial, un viernes cualquiera. Un viernes que sigue a un jueves en el que aún teníamos algún derecho que a las cero horas del Sábado siguiente es historia. Por decreto-ley. Y es que hasta su definición suena a música para quien juega a imponer. Que no son ya los ciudadanos. No. No hay ciudadanos representados; no hay voto transmitido o repercutido en fastfood legal. La sonda legal del votado y negociado, del pactado mandatario, genera efectos sin responsabilidad, pero ondas, igual que el tiro de piedra de un alevín en la charca dejada en los callejones de su pueblo. Nadie piensa hoy en los resultados de una norma mal dictada. Nadie recuerda las protestas silenciosas mediante alegaciones que simplemente dejaron caducar. Porque es más fácil que encontrarles una resolución motivada. Y se sabe. Cuando se redacta. Cuando se norma. Porque se norma; es un verbo, como pocos saben. Y su uso es impersonal.
El ansiado “se”; ese tercero que aparece oportunamente en nuestro idioma para trasladar la responsabilidad al ataúd de los infinitos. Donde hasta matemáticos pierden su supuesta base científica. Está claro de lo que hablo. Todos somos testigos, pero no lo decimos. Porque no hay quien escucha. Demasiado calor estos días. Demasiadas noticias y demasiado dolor y miedo para reaccionar. Y quien lo hace, quizás se pudra en los calabozos de alguna isla cuyo único pecado es ser paradisiaca, y querer una autodeterminación verdaderamente popular. No guiada. Por mucha gorra que lleve el producto merchandising de aquel médico finalmente asesinado por inquirir en contra de una inercia política. ¡Ché tú eran los otros! -si. Porque el poder al final es siempre igual. Y me dirán que no es novedad. Y les diré que entonces qué estamos haciendo. Si el que lucha y manifiesta es detenido. Y si la noticia es vaga e imprecisa porque nadie ya entiende de qué lado le vienen las hostias. Porque parece ya no importar.
Es cierto, es triste la verdad. Y me quedo con esa frase. Porque eso de que no tiene remedio va implícito. La verdad es lo que se impone, y lo que se impone es siempre la verdad. Porque fracasa. La lógica y el ser que la observa. Ya no entiende –imposición no es verdad. Pero no lo entendemos. Porque nos mojamos con el agua que cae del cielo. Y nos jodemos con la norma de la consejería de no sé qué, que impone una restricción a nuestra mayoría de edad y nos trata como a imbéciles que -de no ser por el sabio y enterado poder- nos perderíamos en nuestra adoración al ocio y a la libertad. ¿Verdad que sí?