El bosque de las palabras

Has visto a Dios. Lo sabes ¿no? No es la manera que tu mano duda con el dedo que señala lo que no está y tú ves porque miras de soslayo. Es la sonrisa que con temor acude a tus labios queriendo estar indiferente en tu mundo de verdades. Todo no es paz, ni tan terrible como tu gesto añade a la esencia de tu ser. Y no es tu narración que llega montada en el drama del silencio. Es la angustia que viste de agonía los colores de tu espejo.
Llegas a la violencia con la inquietud de tu mirada y soportas sobre tus cejas las arrugas del imperio de tus memorias.
Tu propia amargura saboreas en este circuito de fuegos, que ponen el color en los misterios del alma que me ofreces.
Has visto a Dios, y lo dudas, sobre unas tablas de justicia que no te alcanza para redimirte.
Luego, quizás, mas tarde, rompas en un grito la paz que te procura haber entendido que ese Dios de tu memoria cabalgaba entre los colores que pinta tu existencia.
Colores, color, luz, oscuridad, ese claroscuro rincón que habita en ti y que castiga cada uno de los recuerdos que tienes en tus pupilas y que liberas al espacio como para encontrar la certeza de una incomprensión absurda que merodea tus días en los que te apetece perder cada línea de la razón que impusieron los catódicos elementos del universo.
Podría reírme de tu inconsistencia sostenida y llamarte payaso loco… más ¿quién dijo que tras ese maquillaje de pasteles de luces hay un payaso? Volveré a mirar este cuadro de tu vida, que es también el cuadro de nuestras vidas y podré entender por qué borras, por qué pintas, y por qué vuelves a pintar donde hubo y ya no hay, que es encima del mismo lienzo mil veces borrado.
