El bosque de las palabras
Acudo a Sevilla para ver una corrida de toros. Llego temprano y me pongo a pasear.
La sociedad sevillana está de fiesta. Es la feria de abril.
Por abril y en Sevilla casi se permite todo.
Hago un descanso en mi paseo y me siento en la terraza de un bar.
Veo aproximarse a unos mozos que pronto identifico como mozos de Salamanca.
Se sientan en la mesa de mi vera. Por las conversaciones que se traen, unos están casados y otros no. Lo sé porque los oigo hablar por teléfono.
A estos forasteros del norte, entender a esta sociedad les trae al fresco. No les preocupa. Ni debe preocuparles.
Le llaman “churra”, que significa algo así como guapa, a Ana, la joven, bien parecida, que sirve las mesas en la terraza del Rincón de Mi Primo, que está en la orilla de Triana, y donde estamos.
A estos forasteros no les importa, ni la feria, ni los gustos sevillanos. Les importa pasárselo bien, porque parece que en Sevilla, la alegría y la juerga es lo que hay que vivir en estas fechas de abril.
Las mujeres sevillanas que pasan junto al Rincón de Mi Primo, se diferencian kilométricamente de las mujeres visitantes. El sevillano y la sevillana van bien vestidos. Él lleva traje y corbata, haga el calor que haga; y ella va de faralaes, o gitana, o a la moda, siempre con tacones, porque la sevillana es mujer presumida. También puede vérsela calzando zapatillas y eso es por el motivo de estar dispuesta a morir paseando y bailando en el recinto ferial.
El sevillano en general tiene un no sé qué de orgullo que no se le puede aguantar. Nacerá, vivirá y morirá pobre, pero lo hará con orgullo. Por regla general, salvo excepciones, claro, el sevillano es bueno, sano (de carácter) y humilde. Lo peor es el sevillano que es envidioso y orgulloso. Eso, como dicen ellos, no se puede aguantar. ¡Ni por nada del mundo!
Estoy en el barrio de Triana.
En Triana perderse una madrugada de primeros de mayo (a veces, según el calendario, en este día hay toros en Sevilla), es como vivir en plenitud la primavera andaluza.
Ana, vestida de faralaes y con tacones, porque ella no renuncia al empoderamiento que le dan los tacones, me dice que está cansada. ¡Claro, después de trabajar sirviendo las mesas es normal!
.- No, no, la feria que me está matando.
Se ríe, y me asombra. A mí me parece que está un poco achispada.
Los de Salamanca la miran, no sé si porque les llama la atención lo que dice y como lo dice, con ese deje guasón sevillano, o por envidia, porque se vino a mi mesa directamente, como si yo la conociera de toda la vida fuera de haberme servido la cerveza y la tapa que tomé.
Ellos sí querían guerra y yo, la verdad, estudiaba los zoo tipos que a mi alrededor transitaban.
Se sonríe Ana mirándome fijamente y me dice:
.- ¿Sabes qué te digo?, que estos zapatos y las piernas que lucen se van pa la feria a las cinco. A la feria de la tarde, a las casetas.
.- Muy bien Ana. Que te diviertas.
Me miró de soslayo mientras se alejaba hacia el puente contoneándose y dejando a los salmantinos boquiabiertos.
Sevilla es mucha Sevilla y los sevillanos muy sevillanos.