Si me preguntan a mí…

No puede ser lo que no puede ser. Y por ello debería ser imposible. Caminar por la playa sí es posible; por el rompeolas, hasta llegar a Portugal –los ríos que interrumpen el paso a pie, se cruzan en barcaza. Con marea baja hay mucha playa donde elegir. Con pleamar hay que orillarse más. Se pasa por los pinares de Mazagón, que asoman como cabelleras verdes –hoy chamuscadas- por los imponentes acantilados; y atravesar la flecha de El Rompido es una auténtica aventura, que emula con dignidad a una misión amazónica.
En San Fernando encontramos los vestigios de la resistencia a los fanfarrones (con cuyas bombas los gaditanos se hacían tirabuzones). Única tierra sin conquistar y justa cuna para que se aprobara por ahí la primera Constitución; la Carta Magna, madre de las Constituciones –¿Qué sucedió, como para arrinconarla tan sutilmente, para permitir el olvido, un siglo después, de sus principios?-. Murió joven el sueño, me digo al caminar, pero los coros que desde El Rocío resuenan (es cierto, el silencio de la naturaleza circundante lo permite), hacen olvidar y recordar a la vez –según quien cante- la pesadumbre de los fundamentales derechos perdidos tanto tiempo. Y nuestros pies, hundidos en la arena, blanca como la pureza de las intenciones con las que fueron aprobados, nos demuestran que ese pasado no es pretérito perdido. Somos libres, para andar, proseguir nuestro camino, para enraizarnos en nuestra tierra, para caminar y para dejar una huella, aún efímera, hasta que la siguiente ola acabe con nuestro recuerdo, nuestra orgánica y precaria obra.
En efecto, caminar por la línea de costa de nuestra Andalucía ha sido siempre posible, sin más impedimento que el cansancio al acecho. Y nuestras leyes costeras a tiempo pusieron freno al hormigón invasor. Las dunas majestuosas atestiguan que el hombre está en paz con el viento, dejándole el necesario paso sin cerrarle su función transportadora de vida. Cierto es que se aprecian intermitentes signos de alguna que otra descuidada política o de algún que otro exceso de poder; de alguna concesión militar y algún que otro incauto urbanista. Pero en general, es posible. Y es bello.
Ahora entiendo también a tanto congénere dispuesto y preparado como un McGiver, a extraer de nuestro litoral todo su impresionante potencial sensorial. No tardo en convencerme, de que es la belleza de nuestras costas la que –una vez más—ha inspirado a la hombre (por usar un lenguaje moderno) a llegar más allá de sus confines. Pero no todos podemos ser Colón. Ni todos tenemos naves y reyes sometidos a nuestra disputa. Nuestros huevos solo demuestran –no que la tierra es redonda—sino que ‘aquí estoy yo’ para plantarme con mis dos cañas de pescar, en este insólito lugar costero –licencia de pesca al cuello—. Como en los grandes congresos, cohortes de aficionados a la extracción con señuelo, lanzan sus ganchos al mar. Podríamos trazar una sola línea entre caña y caña de pesca, uniéndonos por todo el el contorno peninsular en armoniosa comunión con estos nuevos aficionados a echar y a dejar en tierra el pincho. ‘Tu echa la caña, que yo pongo el sedal. Y juntos dejaremos la nueva huella: El anzuelo amenazador’. ‘Donde toque, cariño. Tú sácate también la licencia, que ponemos cuatro. Y así tenemos por fin una motivación para ir a pasar el día –con una caña más larga que la del vecino- porque lo de comparar coche ya lo tengo perdido’. ‘Sí, hermano, ponte a pescar, que es una nueva forma de hacernos con territorio. Y como tal lo dejaremos, con nuestra indeleble huella, en el pie de algún niño juguetón, o la tráquea de algún desalmado can’. Y porque el fino hilo de nylon no se ve, no se sabe de quien es esa pocilga hilada que dejamos; ‘venga, tu lanza sin aprehensión, que algo picará. Y si no, el día habrá merecido la pena, entre cervecita y cervecita –que el coche lo tenemos aparcado a distancia y aquí no hay controles porque, aunque a alguien se le clave el aguijón en el ojo o en la vena, aún no es arma el anzuelo, ni aunque sea para pescar meros en alta mar’.
En efecto, he de admitir que esta vez la limitación no es política, ni gubernamental, ni viene de la mano de flagrantes infracciones a nuestra Carta Magna, sino de la mano de modernos family members sobrados de todo, sobre todo de hilo y de anzuelos y de cierto grado de intolerancia cuando se trata de atravesar sus aproximadamente cien metros cuadrados de reserva de pesca en plena playa, y de pedirles que cuando se marchen de sus fueros, al menos dejen el sitio limpio de peligros –si no es ya mucho pedir también los mares y rompientes sin cadáveres de peces alevines-.
Como decía al principio. Lo que no es posible no lo es. Solo cabe esperar que pronto esto también lo aprehendan allá donde quiera que sea que atienden a los derechos de los demás.