El bosque de las palabras

Álvaro, quede la cosa así para no descubrir a la persona de quien supe esta historia, era un gran hablador y fumaba cigarrillos agujereados.
Les hacía unas incisiones en la boquilla que, según él, impedían que toda la nicotina pasase a los pulmones. Me mostró una boquilla empapada por el alcaloide y otra limpia. A la limpia le había practicado dos incisiones con una maquinita del tamaño de una caja de cerillas y con un agujero como el de un sacapuntas para introducir la boquilla del pitillo, y con unos fuelles en los laterales que al accionarlos, activaban unos alfileres internos que incidían en el filtro del cigarro introducido.
Por aquellas fechas echaba de vez en cuando un cigarro y probé, y puedo certificar su extraordinario éxito. No obstante siempre me quedó la duda de que al llevar menos carga de nicotina en la calada no se tuviera que necesitar fumar más cigarrillos hasta adquirir el nivel adictivo de la droga.
Álvaro fue militar, estuvo en Bosnia, y lo conocí porque era directivo de un club taurino con el que colaboré muchos años. Luego supe que trabajó en una empresa relacionada con la venta de sellos e inversiones, muy rentables y absolutamente hostigadoras a los bancos, y quizás por eso aquella empresa quebró estrepitosamente. Me pareció una buena persona y un militar bueno que cuidó de su tropa. De buen corazón.
A mis preguntas se arrancó a hablar de su época en Bosnia y, ensimismados en la conversación, nos pasamos de kilómetros y aparecimos en Lorca, cuando deberíamos haber llegado a Vélez Rubio, dónde daba una charla taurina.
Me habló de la ciudad croata de Duvrovick, que es patrimonio de la humanidad; de Split que dio origen al famoso postre Banana Split, pero sobre todo de la segunda capital de Bosnia: Mostar. La ciudad destruida.
Allí un suceso que nadie hubiera creído de no haber sido corroborado por las tropas francesas y americanas.
Las tropas españolas servían como policías y patrullaban las calles de las ciudades y los pueblos desarmando a la población.
En un vehículo blindado, BCR, iba un sargento al mando de una patrulla, y al coronar un cerro se toparon con una multitud armada hasta los dientes y pegando tiros al aire. Un soldado advirtió que los fusiles eran los temibles Kalasnikof rusos.
El sargento se puso nervioso y dedujo que podría haber enfrentamiento hasta poder desarmar a la multitud que se negaría a entregar las armas. El sargento no midió bien el contingente de hombres armados a los que impedía el paso y ya era demasiado tarde para rectificar. Estaban rodeados por más de un ciento de aquellos fusiles. El sargento se echó a sudar y sus hombres a ponerse nerviosos. De un momento a otro aquello se convertiría en una balacera y los aliados no podrían impedir una masacre de soldados españoles.
¡A lo hecho pecho! ¡Carácter español! A través de una traductora que acompañaba a los españoles el sargento les conminó a que entregaran las armas. Y después de un gran y terrorífico silencio, las filas de la comitiva se abrieron para dejar ver a un muerto al que iban a enterrar.
Un barbado hombre que parecía ser el cabecilla de aquella comitiva respondió, que bajo su palabra entregarían las armas después de enterrar al que había sido uno de sus mejores capitanes.
Así fue, después de que aquellos hombres armados llegaron al cementerio y dieron tierra a uno de los señores de la guerra Bosnia, derramando sobre el cielo cientos de miles de balas en honor a su jefe muerto, entregaron los Kalasnikof al sargento español que mandó a sus soldados “descanso” y cuando se retiraban los hombres desarmados, “presenten armas” en honor a los muertos de aquella atroz guerra. Famosa se hizo esta aventura entre todos los ejércitos que allí se congregaron.
.- Y famosas se hicieron las comidas donde estábamos los españoles. Unas veces porque las organizábamos nosotros y otras porque nos invitaban. El caso es que fuéramos donde fuéramos siempre se agregaba tropa extranjera porque nosotros sabíamos dejar nuestro pabellón bien alto en las juergas.