Si me preguntan a mí…

Esta Era nos obliga a un ejercicio constante de conciencia y a un esfuerzo intenso de disociación. Nos plantea valores como panaceas ante situaciones equívocas y ante espejismos, con intención únicamente de burlar a la obviedad. Tras esta frase que pudiera tener cabida en una película de ciencia ficción, subyace una realidad: lobos vestidos de corderos.
Veamos, si me quieren hacer un favor –y les hablo a las grandes empresas, a los grandes consorcios—háganlo por la vía común, la del mortal, la del común mortal, del hombre de a pie, de la cajera que vuelve a las once de la noche a casa; de esos que se aglutinan en largas colas del transporte público para llegar al cambio de turno. Si me quieren hacer un favor, es decir, si quieren hacerle un favor a la sociedad, háganlo por el cauce “estándar”. Déjense de bonitos logotipos, déjense de bonitas insignias, guárdense las corbatas y pónganse el traje de contribuyente. Pues claro, me refiero a la fiscalidad ordinaria. A la filantropía general y común, la silenciosa, por la cual nadie recibe premios ni es recibido por el alcalde de turno. Déjense de discursos de inauguración para hacernos partícipe de su molecular proyecto de ayudar a la oruga verde de la selva tropical en su migración por los valles del orinoco. Aquí esperan muchos la contribución de los enterprises alimentados a base de clics y comercio digital. Esperamos la reasignación social de sus royalties en manos públicas, de nuevo, con el invento milenario de los tributos, no con el invento selectivo de empresas cuyo común y único elemento de lo común es el prefijo “FUN-”. Y no el que precede en el término ‘funerario’. No, me refiero a sus Fundaciones.
Cierto que ese apelativo evoca la misericordia de sus generosos patronos, que se desprendieron en sus días de gran parte de su acumulado patrimonio para ayudar al prójimo. Cierto que en tiempos de la revolución industrial, cuando el trabajador quedaba desamparado ante el terrorífico empresario, las creaciones patrimoniales separadas del peculio contributivo tenían cierta impregnación social. Quién sino iba a ayudar a quienes los gobiernos imperialistas ocupados en avasallar territorio transfronterizo dejaban de lado con sus enfermedades, sus carencias, sus limitaciones culturales, alimentarias y sociales. Era un buen invento. Y no desde el aspecto fiscal, que en aquellas épocas jugaba poca importancia al unísono de las grandes palabrerías, de los grandes discursos de supuesto proteccionismo.
Hoy día, la única justificación al enriquecimiento de grandes fortunas es la contribución al bienestar general y necesario de la total población; ya saben, la contributiva general, la impositiva a la que se refiere nuestra Constitución para sufragar el gasto público y la abundancia social. Porque público es hoy todo. Y no lo digo yo.
No es época de los golpes en el pecho porque por fin alguien se ocupa de la conservación de la villa magna del “Mister-Newrich” de turno, a través de la “dación” que sigue al prefijo mencionado y antecede la puesta en marcha de un patrimonio exento de contribución pública. No es época de mantener privilegios sobre tales separatismos tributarios, cuya finalidad práctica da la espalda precisamente a la necesitada sociedad del bienestar y el Estado social que hace mas de solo un rato nos propusimos y estamos soportando con estoico sacrificio común.
Porque el currante que está trabajando el asfalto a cuarenta grados de verano, el esmerado albañil en un andamio al sol, y el poli-atareado y pluriempleado operario de la empresa de multiservicios sometido a la gracia de Don Rico, no necesita admirarle recibiendo la medalla del ministro de justicia, por donar tres archivos al juzgado de paz, sino requiere urgente apoyo a través de los presupuestos generales del Estado, a los que aquellas supuestamente altruistas creaciones patrimoniales no coadyuvan, sirven ni alimentan. Mas al revés, mientras reciben pomposas meritorias, se zafan, se sustraen a los controles ordinarios y ocultan las intenciones de una seleccionada élite de personajes aún anclados en las estructuras de una economía insolidaria.
A ver si nos enteramos, de una vez: El Estado social se alimenta de las contribuciones, de los impuestos, de las aportaciones al y desde el producto nacional, no a partir de las condecoraciones a organizaciones de pura optimización fiscal. Porque el currito de turno no puede apartar de su salario una parte para destinarla a gozar de la brillante tarea de crear una fundación –aunque le hubiera gustado coleccionar sellos. Porque le cuesta llevar la efímera ayuda a su familia, y porque aún paga a plazos el vehículo, que necesita para mantener su convencido estatus de contribuyente. Y porque su carga fiscal dignamente soportada le pone las calles al presidente de alguna corporación fundacional camino a su visita a la siguiente inauguración ‘pública’ de comecanapés pagada, por cierto, también con el dinero del contribuyente. Y porque la fundación no tiene justificación en un Estado que ya ha ocupado todas las áreas de nuestra imperativa pertenencia a la sociedad. Salvo que en eso me equivoque, y resulte que es el Estado el que ya no se ocupa de ello. Quien sabe, quizás estamos ya en ciernes de una revisión de conceptos para pasar del Estado social de derecho, a un Estado pro-fundacional por Derecho.