Si me preguntan a mí…
Mas pronto que tarde, no tendremos nada más que enseñar. En los quioscos de los pueblos, se exhibían en estructuras giratorias las postales, para recuerdo de la visita del foráneo, cuyo denominador común era la exposición de las orgullosamente cuidadas zonas comunes, lugares públicos, parques en los que jugar, visitados por niños y mayores, luciendo trajes tradicionales, rodeándose del enaltecido bien demanial. El turista sentía una sana envidia contemplando aquellas estampas multicolor, cuya física pero finísima realidad bi-dimensional le transmitía un mensaje: ‘aquí se contiene lo nuestro; se lo presentamos, pero no es para uso indiscriminado’. ‘No se vende’, querían decir; ‘solo podrá llevarse la postal’. Lo que ahí ve, es nuestra intimidad nacional, local, nuestra historia, el camino por el que nuestros abuelos se enamoraron y el remanso donde nuestros padres se dieron su primer beso. Ahí crece la vegetación que plantó mi tatarabuelo, y si miramos bien, aún podemos ver entre arbustos las sombras de los regímenes que nos separaron y luego nos reunieron nuevamente en feliz armonía, a través de las populares ferias y fiestas vecinales.
Ahí no acudía el forastero. No era para él aquel espectáculo que por muy general y consuetudinario que fuese, ni estaba organizado para disfrute extranjero, ni necesitaba a aquel ávido pero frecuentemente ridículo personaje andando por ahí entre las faldas de nuestras hijas, cámara leica al pecho, traje y corbata y modales para embaucar. Así es, el rebujito no se hacía para el Mister ni para el Herr. No, para éstos estaba el local privado, el ‘lo que sea-Club‘, donde servía nuestro primo los Bloody Mary y donde nuestra cuñada hacía las camas. Y donde los dueños de los primeros establecimientos gastaban su crédito al 21% para pagarse un escaparate en el que divertir a aburridas y rechonchas celebridades cuyo único halo era el de su aliento etílico.
Y parece que alguien desea hacernos repetir esta historia. Eso sí, a falta de espacios de disposición y destino ‘privé’ (¡qué bien suena, joder!), válganos en nuestra misericordiosa finalidad tuitiva y social, a nosotros, los preocupados administradores de lo público, a nosotros, esmerados partícipes del gobierno territorial, asignar las oportunas concesiones. Previo peculiar concurso, claro. Sí, tengamos en cuenta que la nación ya no es una e indivisible, sino múltiple y, sobre todo, con competencias exclusivas y excluyentes, y que nuestro local territorio no se escapa a semejante juego de poderes. Podemos, claro que sí, aunque ya no usemos ese término por ser de la oposición. Sí, ‘We can‘. Para eso están las concesiones. Porque es función pública su otorgamiento, y -en interés de lo general- pueden (y esto no es paradoja) asignarse siguiendo estrictos criterios de objetividad administradora. Así está bien y es de dominio privado el rendimiento que suple al improductivo factor de bienestar de la población (de otra forma no me lo explico).
Y es que, para qué hemos dispuesto plazas y plazoletas y para qué hemos dado a cada juvenil vecino instrucciones de uso de la mascarilla, si luego no las usan. Sea una vieja cantera, o ahora una tradicional sección de la playa, sobre la que ya pesan algunas “inexplicables injerencias” desde la central administración costera, el uso de la concesión vuelve a embutir ladrillo y hormigón o inyectar el inmaterial pero igualmente perceptible ruido en la foresta natural de la sierra o en arenas sedimentadas por las fuerzas del mar y el viento, en favor de dos o tres altruistas y desinteresados personajes punto org. O de algún nuevo encantador de serpientes punto ‘co’ o punto ‘offshore’.
Es igual, ahora se trata de llenar de particulares zonas de ocio privado nuestras viejas y tradicionales zonas de esparcimiento público y gratuito. Donde antaño se reunían las familias para disfrutar de su único día libre y espetar sardinas, ahora se erigirá una enorme figura, veamos si blanca, con nombre de pseudo religión, o incluyendo -para más sorna- el gran logotipo ‘privé’. Alrededor quedarán las zonas a las que nadie más se acercará en la ciudad de las grandes concesiones lúdicas. Recordarán ese intento de adueñarse de parte del mar, con un gran barco dedicado al esparcimiento. Y algunos dijeron que esos tiempos terminaron. Mucho me temo que lo único que no veremos más son esas preciosas postales.